31 enero 2007

La pianista

Georg Grosz

Conocí a la pianista en junio del 99. En una noche cargada de alcohol y de humo, me la presentó Concha en el Dover, mi antiguo bar de copas. Enseguida nos pusimos a hablar y no paramos de brindar con chupitos durante toda la madrugada. Al final de la noche los tres, Concha, la pianista y yo, acabamos en la cama, dando rienda suelta a nuestras más turbias pasiones.

Los siguientes días la pianista -Irene- continúo viniendo por el Dover y acostándose conmigo. Nos habíamos aconstumbrado a ello. Tumbados en la cama me hablaba de Chano Domínguez, de Jorge Pardo, de Michel Camilo, de Lou Bennett y de toda esa gente que había tocado o que tocaba con ella en la actualidad, por los circuitos jazzísticos de Europa. Le pregunté qué que es lo que hacía una chica tan atareada como ella en un lugar como éste. Desconectar durante unos días en Cabo de Gata de la continúa vorágine a la que me veo sometida, antes de ir a grabar un disco con Lou en Nueva Orleans, me respondió liándose un tremendo canuto.

Pasaron las dos semanas que tenía para recargar las pilas y regresó a Madrid y de allí voló rumbo a Nueva Orleans, donde la esperaba Lou, yo también me había aconstumbrado ya a llamarlo así. Nos habíamos despedido con un hasta otra, de esos que no dejan mucha esperanza para un próximo encuentro; mas no por eso dejaba de sentirme satisfecho, había conocido a una persona interesante, con unos espectaculares ojos azules y encima había hecho un trío con ella y Concha, por la cual siempre me había sentido atraído, desde que la conocí en Madrid, y que hasta entonces no había tenido la más mínima ocasión de poner mis manos encima de ella. Cómo se suele decir, había matado dos pájaros de un tiro y encima había realizado una de mis fantasías más calenturientas: un ménage à trois. Si, me sentía satisfecho y encima la temporada de verano estaba a la vuelta de la esquina, lo que significaba turistas para el negocio, gente por conocer, muchas chicas en busca de placer y el reencuentro con los clientes que volvían un año más a desbarrar por estas tierras de pitas, pitacos y playas vírgenes.

Al mes de la partida de Irene, recibí una postal con un matasellos de Nueva Orleans. En la que me venía a decir que me extrañaba y que, muy a su pesar, habia nacido en ella un sentimiento prondamente confundido hacía mi persona y que estaba deseando regresar a San José para pasar unos días junto a mí y comprobar si ese profundo confundimento se aclaraba o se liaba aún más. Tras terminar de leer la postal me quedé reflexionando un rato, tratando de buscar un asomo de profundido confundimiento en mí; pero no, el mágico verano había comenzado ya y toda clase de mujeres poblaban la barra del bar. Pensé que lo único que me confundía era la noche, como a Dinio.

Acto seguido, dejé la postal de la pianista entre las facturas sin pagar y me diriguí hacia un corro de inglesas, que copa en alto no paraban de pedir guerra y que las invitara a unos chupitos de esos tan bueno de la casa.

-Joder, tío, tienes el bar más enrollao de Almería, esto siempre está lleno de mujeres -me dijo un pseudohippie mientras me dirigía al grupito de inglesas, con la cóctelera en la mano- ¿Quieres unas caladas?

-¿Cómo se te ocurre ponerte a fumar maria aquí dentro? Anda, tira para la calle, que me estás atufando todo esto con un aroma que va a llamar la atención de toda la Guardía Civil de los alrededores.

-Perdona, tío, como he visto que este sitio mola tanto he pensado que se podía fumar aquí dentro.

-Anda, sal para afuera que ahora salgo yo a darle unas caladas.

-Vale, vaya marcha que tiene este garito.

29 enero 2007

Desde mi buhardilla

La buhardilla de la Rua das Palmeiras tiene una estrecha ventana, desde la que puedo contemplar la parte baja de la ciudad ,recortada entre los tejados de las casas que van escalonándose, continuando la pendiente descendente de la colina. Desde hace tres meses vivo en esta parte alta de Lisboa, más allá de la Praça de Espahna.

Me gusta pasear y hacerme preguntas que dejo sin respuesta, en un silencio que las devuelve a la nada de donde nunca debieron salir. Y, continuando con Saramago, no puedo evitar recordar estas palabras: “Ciertas preguntas se hacen para hacer más explícita la falta de respuesta”.

He venido a esta ciudad tratando de alejarme de un sentimiento, de una enfermiza pasión que, pese a la distancia, sigue viva dentro de mí. Soy incapaz de apartarla de mi cabeza, de mis sueños, de las pesadillas que habitan mis noches.

Por las tardes recorro las viejas tabernas que aún se mantienen en píe. Es en ellas donde me nutro de la sangre que sigue circulando por mis venas. Bebo, copa tras copa de absenta, junto a los ancianos, quienes ya se han aconstumbrado a mi diaria presencia entre esos azulejos blancos de las paredes y las gastadas barras de zinc. Sí, mi vida, en estos meses que llevo en la ciudad, se reduce a la absenta, los paseos y a este ritmo impredecible de encuentros con Glôria de una tarde, de una noche o de una semana entera. Sé que ésto último no es lo más aconsejable para alguien que quiere escribir una historia de amor, donde ella no es, ni será, la protagonista; pero en cierta manera la necesito para no perderme, aunque sepa que la mejor manera de crear una obra es perdiéndose. Perderse para encontrar otra realidad, otro paisaje profundo.

Esta noche Glôria no está aquí. Apago la luz tratando de dormir, pero la angustia de saber que cuando la ciudad despierte, las luces se enciendan y escuche esos primeros pasos solitarios en el asfalto, me quedará un nuevo día por delante, lleno de horas vacías; y después una nueva noche con todos los fantasmas del pasado rondando a mí alrededor. Todo esto es lo que me impide dormir; pero de nada vale saberlo.

Me levanto y trato de escribir sobre la hoja en blanco:

“Desde esta terraza de “La Suiza”, en la que estoy sentado tratando de matar el tiempo y esta soledad, los aviones parecen descender en medio de la ciudad, entre el tráfico de los automóviles. Miro sin mirar, miro sólo viendo estas sensaciones fragmentadas que hielan mi corazón.”

Me asomo a la ventana. Sigue lloviendo. Gotas que rebalan por el cristal, distorsionando el otro lado de la calle. Llueve a ráfagas lluvia salada que irá a parar al mismo río en el que se hunde mi esperanza.

En la calle se oyen unos pasos acercándose, veo a Gloría distorsionada tras el cristal, está saludándome desde abajo.

24 enero 2007

La líneas de la mano

Egon Schiele

Recorro nuevamente Lisboa a través del recuerdo que suscita en mí “El año de la muerte de Ricardo Reis”, de Saramago. Vuelvo, también, a este libro, convocado por toda una serie de diversas coincidencias, de las que no es el momento de hablar, y que me hacen pensar que no existe nada que no sea puro acaso, pura casualidad.

Paseo, con un volumen en portugués de los diarios de Miguel Torga en la mano, junto a Glôria por la Rua da Conceiçao. No se bien para que hemos quedado, a no ser que ya esté cansado de tanta soledad. La noche anterior Glôria durmió, en la buhardilla donde vivo en la Rua das Palmeiras, conmigo, en mi cama. Me gusta observarla entre las sábanas, sentir ese calor que desprende su cuerpo en esas noches lluviosas e iluminadas por las luces de las velas, con la única compañía de nuestra voz y de una botella de Oporto. Por la mañana, tras vestirse, me dio un beso de despedida. Tenía clase en la facultad. Aún medio dormido, le propuse quedar para comer juntos. Aceptó y quedamos a la una de la tarde en la Praça do Comerçio. Nos encontramos y por eso íbamos caminando por la Rua da Conceiçao en dirección al restaurante que Glôria había sugerido para comer, muy cerca de la Praça da Figueira.

Nos miramos y sonreímos mientras andamos y nos detenemos ante los escaparates en los que algo llama nuestra atención y preguntándonos, secretamente, que es eso que nos hace intentar conocernos, compartir esos instantes de una vida tan fugaz, donde nada perdura, ni siquiera el arte. Sí, había nacido entre los dos una especie de afecto difícil de catalogar. Ninguno de los dos erámos aún capaces de explicar porque pasábamos tanto tiempo juntos.

Vuelve a caer la lluvia sobre los adoquines de la acera. El ritmo de la ciudad se acelera de súbito entre el vuelo de las gaviotas que escapan del frío viento del río. Glôria coge mi mano, y dando un tirón de ella me invita a continuar hacia el restaurante. El cielo sigue ennegreciéndose, imponiendo una noche ficticia a esta hora tan temprana de la tarde.

Sentados en la mesa del restaurante, Glôria estudia las palmas de mis manos con gesto inquieto. Me mira a los ojos, para bajar de nuevo su vista a mis manos vueltas, que retiene suavemente con las suyas. El contacto de sus dedos sobre mi piel es ya una sensación conocida, un acto cotidiano que me acerca a un recuerdo, en mi caso, y a un ideal platónico, en el suyo.

- ¿Qué ves en las líneas de mi mano?

- Un destino en el que no creo.

- Me gusta.

22 enero 2007

No soy adicto a la nicotina

Muchas noches me quedo en silencio mirando hacia el cielo y me hago preguntas. Preguntas a las que no me gusta responder. Permanezco en píe, junto a la barandilla de la terraza, tratando de ignorarlas, de aplazar una vez más sus respuestas, hasta que siento el frío de la noche recorrer todo mi cuerpo. Es entonces cuando enciendo un cigarrillo y dejo volar las preguntas junto al humo que escapa de mis labios. Por esto me cuesta tanto dejar el tabaco. No soy adicto a la nicotina. Soy adicto al silencio de una parte de mí ser.

18 enero 2007

Calor en enero

Egon Schiele

Sol, calor, los pájaros volando en el limpio cielo. De fondo el sonido del mar, el continúo rumor de las olas al morir sobre la arena de la playa. Esa misma arena que un día ya lejano tú, Sonja, pisaste con la decisión, ya resuelta dentro de ti, de que ibas a dejarme. Tu amor también moría en esa fina arena, mientras contemplabas la lejanía del horizonte, como símil de la distancia que tu corazón establecía hacia el mío. Hoy mi mirada te vuelve a buscar en ese mismo horizonte, sin hallar en él más que el aullido de la soledad, de la oscura desesperación del naufrago.

15 enero 2007

Una cama de matrimonio

Estaba despierto. He encendido el primer cigarrillo y con él he empezado a aburrirme. En la cama únicamente yo. Que aburrimiento. La música de la radio tratando de llenar un vacío. Una de las canciones me deja triste. Es una de esas baladas rock, de grupos duros que después hacen unas canciones tan tiernas, con todos esos sonidos metálicos de nostalgia. He llorado y las lágrimas se han secado sobre mi cara.

Sé que quedan muchas horas para la noche, pero ya la espero como si con ella fuera a ser distinto, como si no fuera a persistir este tedio de todos los días. Esto se parece bastante a lo que sentía en mi adolescencia. Quizá soy un adolescente, con la fecha ya caducada, a quien el acné le amenaza con asomar cualquier día. Si al menos tuviera un rostro cubierto de repugnantes granos no saldría nunca de casa y me ahorraría un montón de dinero en cervezas y un montón de paseos que nunca llevan al lugar adecuado. Podría quedarme todas las noches sentado ante una fotografía de Tracy Chapman y hasta enamorarme de ella, por su voz, por sus canciones, que tan maravillosamente acompañarían a mis purulentos granos. Pero de momento no tengo acné ni una fotografía de Tracy y esta noche saldré a beber más cervezas y a pasear hacia ningún sitio. Después me sentaré en la playa y escucharé el sonido de las olas muriendo en la arena. Por unos momentos sentiré que estoy en paz, tranquilo; pero, hasta que llegue la noche, continuaré escribiendo historias que más tarde romperé, como rompo todas las demás. Tengo que vaciar mi cabeza de historias.

He escrito un poema de amor. Después he hecho un avión con él y lo he arrojado por la ventana. Ha volado muy bien, muy lejos. Quizás alguien lo vuelva a hacer volar; o, quizás, lo aplaste las ruedas de algún automóvil. Nunca se puede estar seguro de lo que le sucederá a un poema de amor que ha volado demasiado lejos.

Escribir historias, en el fondo, me aburre muchísimo. Tal vez sea por qué son historias de mi vida y ésta es aburridísima, mucho más que la de cualquier otra persona. Una vez me casé y mi esposa acabó loca de tanto aburrimiento. Un buen día se despertó hablando con ángeles, arcángeles y demás divinos moradores de la Corte Celestial. Más tarde se encerró en los servicios del hospital a donde la trasladamos y tuvieron que ser los bomberos quienes la sacaran de allí. A todos los bomberos empezó a llamarles Javier y quería hacer el amor con ellos. Más de una debió de pensar que era una pena que hubiera tantas personas mirando la escena porque, si no, sí que esa mujer, por muy loca que estuviera, merecía un par de meneítos. Yo seguía aburriéndome terriblemente entre medias de tanta anormalidad, no era capaz de hacer otra cosa que continuar mirando, bobamente, la grotesca escena que se desarrollaba ante mis ojos. Sabía que era mi mujer; pero era como si presintiera que nunca volvería a ser ya mi compañera, o como si nunca lo hubiera sido. Se convirtió, de repente, en una extraña con quien había compartido por un tiempo mi aburrimiento.

Esa noche dormí incomodísimo en mi cama de matrimonio. Y pensé que, realmente, eso debía de ser todo lo que quedaba de mi matrimonio: una cama para mí solo. Porque mi hijo ya había sido raptado por los padres, tíos y hermanos de mí, hasta entonces, esposa. También estuvieron a punto de colaborar en el rapto mis cuñados, pero en el último momento perdieron su vuelo de Zürich y tuvieron que contentarse con insultarme y desearme lo peor del mundo por teléfono. No hay nada mejor como que una esposa se vuelva loca, de repente, sin previo aviso, para que toda la familia de la infortunada se eche encima del marido, sin duda considerándole el principal responsable de dicha situación. No llegaban a comprender que todo era nada más que producto de ese aburrimiento que tan bien habíamos sabido compartir ambos, hasta que, claro, a Blanca le dio por comenzar a hablar con el mismísimo Dios y a intentar clavarme un enorme cuchillo de cocina en la espalda. Tuve el tiempo justo de cerrar, a la carrera, la puerta, después se escuchó el seco golpe de la hoja de metal al clavarse en la madera. Cuestión de décimas de segundo, pensé. ¿Por qué quería clavarme ese cuchillo si me quería tanto y llamaba Javier a todos los bomberos, y después al celador, restregando su lujurioso cuerpo contra el de ellos, creyendo que era yo, y sólo yo, el destinatario de tan enormes achuchones? Ciertamente, en esos momentos, existía algo en su mirada que la hacia muy sensual, resultaba casi una sensualidad animal la que brotaba de aquellos ojos. También a mí llegó a excitarme y pensé que era una lástima que nunca más fuera a ser mi mujer. Pero en este punto, igualmente, me equivoqué. Volvió a ser mi mujer, primero en la habitación del hospital y, después, en la semana en la que intentamos proseguir nuestra vida normal, de aburrimiento en común.

Lo del hospital no fue, por mi parte, intencionado, ni premeditado. Fue más bien una violación por parte de Blanca. Mandó a su compañera de habitación –una inofensiva depresiva- a dar una vuelta de no menos de treinta minutos por los pasillos de aquel manicomio.

-Y ni se te ocurra volver antes.- Le soltó a bocajarro.

La abatida depresiva salió a recorrer esos interminables pasillos kafkaianos; y seguro que no iba a intentar volver en toda la tarde, lo vi dibujado en su cara. Blanca cerró la puerta, abalanzándose sobre mí, me abrió los botones de la bragueta de un fuerte tirón y ahí yo empecé a perder también la cabeza, aunque en un primer momento intenté resistirme con todas mis fuerzas; pero imposible, su lujuriosa mirada y sus certeros lametazos en mi otra cabeza fueron más que suficientes razones para asumir el riesgo de que nos pudieran pillar “in fraganti”. Nunca antes había follado en un hospital. Me sorprendió comprobar que pudiera llegar a resultar tan excitante como resultó ser. No, no era aburrido. Así que volvimos a repetir y la depresiva siguió sin aparecer en toda la tarde; continuaba paseando por los fríos pasillos de su depresión, mientras que Blanca seguía creciendo en sensualidad. Aunque he de confesar que, claro, noté que no estaba haciendo el amor con Blanca. Era otra persona diferente la que estaba tocándome de todas las maneras y posturas imaginables, quien no paraba de gemir y de pronunciar obscenidades que nunca antes había oído salir de su boca. No, esa no era Blanca, esa Blanca con quien me aburría tanto. Esa fiera no podía ser mi mujer, de padres tan católicos y de tan buenas costumbres y educada en colegios de tantísimo dinero y hábitos negros y cofias tan blancas como el mismísimo Espíritu Santo y las almas de esas hermanitas del Sagrado Corazón de Jesús. Más bien ahora me parecía un animalillo en celo, en un celo interminable y cada vez más insistente. Hasta su olor había cambiado, olía más intensamente, sus fluidos se habían tornado más salvajes. Tendría que cambiar de nombre, ya no le quedaba bien eso de llamarse Blanca.

Todas las tardes que fui a visitarla la pobre depresiva tenía que salir a dar sus vueltas por aquellos pasillos. Ya no hacia falta ni decírselo, ella misma, cuando me veía entrar, decía que se iba a pasear entre esos azulejos de sus tristezas.

Así fueron trascurriendo los días, hasta que una tarde el doctor decidió que Blanca podía salir de allí e intentar proseguir su recuperación en casa, eso sí, manteniendo la fuerte medicación que la estaban administrando. Blanca recogió sus pocas pertenencias de la habitación y salimos al pasillo para tratar de localizar a nuestra ambulante depresiva, la cual ya había adquirido la costumbre de sus paseos diarios, sin falta de la intervención de Blanca. Cuando dimos con ella se despidió de nosotros sin detenerse, recorriendo su pasillo arriba y su pasillo abajo. Prometimos, con lágrimas en los ojos, que iríamos a visitarla y que ya no haría falta que saliera a ningún pasillo de azulejos nunca más, si no quería. Siguió alejándose de nosotros lentamente, sin volver en ningún momento la cabeza hacia donde estábamos y quizá sin querer oír esas palabras que la estábamos diciendo de pura compasión. Sentí pena de ella, de sus lentos pasos, de todo lo que pudiera llevar encima y que la había conducido hasta allí.

Esa misma noche nos instalamos en nuestra casa, con toda la familia de Blanca esperándonos y en disposición de no volvernos a dejar solos jamás. Su madre estuvo a punto de acostarse junto a nosotros en nuestra cama de matrimonio, y si no cabíamos allí los tres era mejor que yo durmiera donde fuera, o mejor aún, en la calle y a ser posible en otra ciudad, donde ni ella, ni su marido, ni sus hijas volvieran a verme nunca más. Era su mirada, puro odio condensado, lo que me hacia suponer tales preferencias. Afortunadamente Blanca, en un ataque de lucidez, echó a su madre de la habitación y no tuve que asesinar a nadie aquella noche, aunque ganas no me faltaron.

Esa noche, la buena de la suegra, rezó todos los rosarios posibles para que yo desapareciera del mundo, sin dejar el más mínimo rastro de mi presencia. Oía el bisbiseo de su estúpida y ronca voz proveniente de la habitación contigua a la nuestra, oración tras oración. Podía imaginar fácilmente su repugnante cara, con esa expresión tan sádica que brotaba siempre de su rostro al pensar en mí. Más que a Dios estaría rezando al diablo. Mi querida suegra, a quien, según Blanca, nunca había sabido apreciar lo suficiente, en toda la verdadera dimensión de su buen corazón, lleno de caridad cristiana y de cursillos de catecumenado. Pienso que fue Blanca, precisamente, la que nunca comprendió la verdadera dimensión “humana” de su querida madre, el profundo odio que albergaba hacia mí y hacia la mayoría de sus semejantes. Todo ese odio por que yo era un ser que se aburría y terminaba rompiendo todas esas “guarras” historias que estaba escribiendo; pero a la cuáles ella nunca pudo echar el ojo, a pesar de sus numerosos intentos.

Afortunadamente ya he olvidado casi por completo cual era el nombre de mi suegra. El de mi suegro no, claro, siendo el nombre más corto del mundo: “NICASIO”- ni-casi-o- En verdad el chiste nunca me divirtió, ni siquiera la primera vez que Blanca me lo contó. En ese momento debí de intuir que nos íbamos a aburrir tan monótonamente los siguientes seis años; pero cuando uno acaba de enamorarse como un gilipollas no se intuye nada. Cupido me cubrió los ojos con una venda doble, me secó el seso para que no pudiera sospechar nada de nada, para que no saliera corriendo cuando Blanca me presentó a su familia, plagada de una rara mezcla de paranoicos, esquizoides y lunáticos, en línea directa con Santos, Arcángeles y hasta con el mismísimo Dios. Una familia con una tía monja que tuvo que dejar el convento por demasiada “espiritualidad”, según testimonio de la madre superiora, otra tía monja que no paraba de hacer rosquillas en su celda de un convento de Segovia; y todos ellos tocados por ese sospechoso halo de misticismo espiritual, sublimado al máximo. La mesa, antes de cada comida era bendecida, al menos, diecisiete veces –una vez por cada miembro de la familia-. Cuando terminaban yo ya había finalizado el primer plato y estaba echando la ceniza del cigarrillo sobre los restos del plato. Ni a mi suegra, ni a nadie de esa familia, los gustaba que yo no respetara sus costumbres. Me decían que no creía en Dios ni en la honorabilísima santidad de esa familia. No tenían un pelo de tontos, desde luego. Por otro lado, nunca les dije si eso era verdad o mentira. No hacia falta que se lo dijera, no tenían un pelo de tontos.

Y mi hijo tampoco tenía un pelo de tonto. Y cuando vino a darnos las buenas noches antes de irse a acostar, notó que esa mujer que tenía delante de él y que estaba al lado de su papá no era la mamá que él recordaba; no miraba igual, ni hablaba como antes, ni actuaba como antes de salir de viaje, a un país que estaba muy lejos por lo que pudiera tardar en salir del hospital. César, mi hijo, al verla, vino hasta mí y empezó a llorar porque él también se dio cuenta de que eso no iba a durar mucho y que su mamá jamás iba a regresar ya de ese estúpido viaje, y que su papá acabaría por dar trescientas vueltas al mundo, de tan largo que sería su viaje. Esa noche Blanca tuvo que violarme y todas las demás noches que permanecí en esa casa; que hasta entonces había sido mi casa, para pasar por arte de magia a ser la casa de la familia de Blanca. El asalto había sido tan rápido y bien organizado como el secuestro de César. Una acción rápida y contundente. Y esta vez mis cuñados no perdieron el vuelo de Zürich y también se instalaron en mi casa, con perro incluido. Ese maldito chucho nazi no paraba de gruñirme, nada más verme u olerme. Era un puro gruñido hacia mí durante todo el día. Claro, a los demás miembros de la familia, lametazos y meneítos de cola. Me encontraba en tal estado que ya no quería ni escribir historias. No tenía ni un momento de paz, entre toda esa recua de invasores, para aburrirme un solo instante. Estaba demasiado ocupado tratando de despistar al gruñido nazi, que se había convertido en mi propia sombra y que no me dejaba ni a sol ni a sombra o estaba tratando de repeler los continuos ataques verbales que tenía que soportar de aquel “Concejo de Santos”, que hacia de todo menos cuidar a su hija, hermana, cuñada o sobrina; pero que bien disfrutaban de mi jardín y de mi piscina. Su coartada era que venían a ayudar, a controlar que su hija se tomara la medicación. Y allí, lo cierto, que el único que se ocupaba de Blanca era yo; a mí era al único que engañaba cuando, una vez que me había ido, escupía la medicación.

A la séptima noche, tras una carcajada de treinta minutos, Blanca volvió a tener línea directa con todas las divinidades habidas y por haber; y después de un rato de absurdo monólogo con ellas, decidió que yo también era divino –se lo habían revelado ellos- y que debíamos tener otro Niño Jesús; pero este sí, sin divina concepción, más bien con toda la carnalidad posible. Cuando se echó sobre mí, con esa risa histérica que le había vuelto, con esa mirada desorbitada, ya mucho más que pura sensualidad, no pude reprimir ese tremendo bofetón que resonó en toda la casa. La normalidad volvió a Blanca, pero no al resto de los “bárbaros” de la casa. La puerta del dormitorio se abrió de par en par, y descubrí en el marco de la puerta todas las cabezas de la familia, tratando de aniquilarme con la mirada. Fue entonces cuando Blanca abrió la boca para decirles:

- Me ha pegado.

Esas tres palabras bastaron para que las miradas se convirtieran en acciones y que sus puños y pies volaran sobre mí. Tuve que refugiarme en el baño. Blanca se fue a pasar la noche a la habitación donde dormía una de sus hermanas y yo, tras atrancar la puerta, me quedé en el dormitorio preparando la maleta. Esa misma noche emprendí la primera de mis trescientas sesenta y cinco vueltas al mundo.

El juez, en el divorcio, decidió que era mucho mejor para el desarrollo de mi hijo que este permaneciera bajo custodia de la madre, aunque esta fuera maniaco-depresiva y alucinara cantidades industriales, antes que bajo la custodia de su padre, una persona que escribía unos libros tan “guarros” y que se aburría tanto. Tal vez sólo fuera pura casualidad que el juez resultara ser un viejo compañero de facultad de mi querido suegro, ni casi o, y que pertenecieran a la misma parroquia y al mismo grupo de catecumenado. Pero de todo eso me enteré mucho más tarde, cuando había vuelto a mi habitual estado de aburrimiento y ya todo me daba lo mismo.

Después nos volvimos a ver una vez más, Blanca y yo. Fue cuando tuvimos que ratificar el divorcio. Me dijo que había encontrado a un musulmán con el que sí podía hablar de Dios y hasta con Dios, y que iban a tener a ese Niño Jesús, que tanta falta hacia al mundo y por el que yo la había pegado tan tremendo bofetón. Firmé y desaparecí, para seguir con eso de mis trescientas sesenta y cinco vueltas al mundo que, a ese paso, iban a acabar por ser cuatrocientas o quinientas; pero eso sí, sin pasar por Arabia Saudí, que al parecer era donde Blanca se iba a instalar con su musulmán lleno de petrodólares. Por qué como según me dijo, todos los dioses eran en el fondo el mismo, el único. No importaba que se llamara Alá, Yahvé, Krishna… Todos eran el mismo…

12 enero 2007

Desde el otro lado del espejo.

Friedrich

Resulta curioso observar eso que llamamos nuestra vida -como si fuéramos realmente nosotros quienes guiáramos tan complejo vehículo- desde una perspectiva que nos sitúe al otro lado del espejo. Ser un mero espectador de nuestras ilusiones, de nuestros miedos, de esos actos de los cuales nos arrepentimos e incluso nos avergonzamos, de todo aquello que es causa de unos instantes de felicidad o de pesar, lo segundo, por desgracia, más perdurable en el tiempo. Resulta curioso y, a la vez, desasosegante comprobar, desde esa distancia, que ni mucho menos somos ese alguien que creíamos vislumbrar desde nuestro interior, desde ese cálido y benigno refugio al que designamos yo.

Pero como escribe Fernando Savater: “La ética no es un código, sino más bien una perspectiva para la reflexión práctica sobre nuestras acciones. Y también una de las estrategias de inmortalidad a disposición de los mortales, es decir, otra forma de arte. Por supuesto no consiste en un conjunto de normas, ni categóricas ni hipotéticas: en la vida moral todas las situaciones son excepcionales, porque se refieren a lo irrepetible y único de cada libertad individual. Tal libertad, desde luego, no es ruptura de la infrangible cadena de las causas, sino la creación de sentido que une, más allá de hostilidades y diferencias, a todos los mortales conscientes de serlo. La ética consiste en poner nuestra libertad al servicio de la camadería vital que nos emparenta con nuestros semejantes en desesperación y alegría…”

Tened un ético, estético y salaz fin de semana.

09 enero 2007

Y III. La noche que conocí a Stina

Era como si Billie Holiday susurrara sus canciones en mi oído. La voz de Stina me mecía en un maravilloso balanceo, mientras cantaba todo lo bien que puede cantar un ser humano. Nuestros cuerpos permanecían pegados el uno al otro, al compás de la canción y nuestros píes iban deslizándose al ritmo del deseo que brotaba de mi interior. Dando vueltas sobre la pista nos dirigimos hacia los aseos, con mis labios pegados a los suyos y mis manos buscando sus formas sobre la tela del ajustado vestido. Al llegar a la puerta de los aseos de mujeres Stina me cogió de la camisa y de un fuerte tirón me introdujo por la puerta y me llevó hacia una de las cabinas vacías. Deslicé mis manos por la parte interior de sus muslos hasta llegar a sus bragas, que eran de seda. Noté el calor y la humedad de su entrepierna a través de la suave tela que la cubría. Ella comenzó a abrir más y más las piernas según iba frotándole el clítoris y los labios de la vulva con mis dedos, bajó sus manos para abrirse el sexo ante mis ojos.

- Chúpalo, chúpalo bien – me pidió con la voz entrecortada – Sí, así, méteme la lengua bien adentro, sí.

Fue entonces cuando sentí un cálido líquido recorriendo mi cara. Stina se acababa de mear en mi cara mientras se corría. Me levanté, la miré a la cara y abriendo la puerta la dije:

- Me hubiera gustado decirte que estaba encantado de conocerte, que teníamos muchos días por delante para seguir conociéndonos, pero ahora sólo me apetece decirte que eres una guarra. Espero que lo entiendas.

Cerré la puerta de un portazo. Me lavé la cara en el lavabo y me sequé la cara con unas servilletas de papel. Desde la puerta podía oír el llanto de Stina. Esa fue la noche que conocí a Stina. Nunca más he vuelto a verla, jaja.