Hans Bellmer
Aquella tarde, cuando se sentó ante el ordenador, sabía que ya nada tenía sentido, que la última de sus esperanzas se había esfumado por el sumidero de las posibilidades. Encendió un cigarrillo, aspiró el humo con fuerza pensando que necesitaba aturdirse, dejar de pensar de un modo racional. En el fondo le daba miedo ir hasta su correo electrónico y volver a abrir ese mensaje de Sonja, donde simplemente se podía leer: OLVÍDAME, NO ESCRIBAS MÁS SOBRE MÍ. SOY FELIZ LEJOS DE TI.
Al abrir Gmail, buscó en los mensajes recibidos. No estaba. Miró en la papelera. Tampoco estaba allí. Comprendió, de repente, que todo había sido un sueño, una pesadilla. El absurdo podía continuar durante algún tiempo más. Él seguía siendo el que decidía cuándo terminar aquella historia que ya duraba demasiado.
Abrió la ventana y ante él se extendían cercanas colinas llenas de abetos cubiertos de una blanca capa de nieve. Unos perros ladraban debajo de la ventana, miró hacia abajo y vio salir a Sonja, con cara sonriente, al pequeño jardín. Ella miró hacia arriba, hacia la ventana desde la que Javier la observaba. Le mandó un beso con la mano y con esa misma sonrisa que él siempre recordó en ella. Respiró unos segundos profundamente y una mosca se posó, mansamente, en la punta de su nariz. Ya no sabía lo que era realidad o ficción. Los dípteros producían en él esa extraña facultad de volverlo todo irreal.