15 enero 2007

Una cama de matrimonio

Estaba despierto. He encendido el primer cigarrillo y con él he empezado a aburrirme. En la cama únicamente yo. Que aburrimiento. La música de la radio tratando de llenar un vacío. Una de las canciones me deja triste. Es una de esas baladas rock, de grupos duros que después hacen unas canciones tan tiernas, con todos esos sonidos metálicos de nostalgia. He llorado y las lágrimas se han secado sobre mi cara.

Sé que quedan muchas horas para la noche, pero ya la espero como si con ella fuera a ser distinto, como si no fuera a persistir este tedio de todos los días. Esto se parece bastante a lo que sentía en mi adolescencia. Quizá soy un adolescente, con la fecha ya caducada, a quien el acné le amenaza con asomar cualquier día. Si al menos tuviera un rostro cubierto de repugnantes granos no saldría nunca de casa y me ahorraría un montón de dinero en cervezas y un montón de paseos que nunca llevan al lugar adecuado. Podría quedarme todas las noches sentado ante una fotografía de Tracy Chapman y hasta enamorarme de ella, por su voz, por sus canciones, que tan maravillosamente acompañarían a mis purulentos granos. Pero de momento no tengo acné ni una fotografía de Tracy y esta noche saldré a beber más cervezas y a pasear hacia ningún sitio. Después me sentaré en la playa y escucharé el sonido de las olas muriendo en la arena. Por unos momentos sentiré que estoy en paz, tranquilo; pero, hasta que llegue la noche, continuaré escribiendo historias que más tarde romperé, como rompo todas las demás. Tengo que vaciar mi cabeza de historias.

He escrito un poema de amor. Después he hecho un avión con él y lo he arrojado por la ventana. Ha volado muy bien, muy lejos. Quizás alguien lo vuelva a hacer volar; o, quizás, lo aplaste las ruedas de algún automóvil. Nunca se puede estar seguro de lo que le sucederá a un poema de amor que ha volado demasiado lejos.

Escribir historias, en el fondo, me aburre muchísimo. Tal vez sea por qué son historias de mi vida y ésta es aburridísima, mucho más que la de cualquier otra persona. Una vez me casé y mi esposa acabó loca de tanto aburrimiento. Un buen día se despertó hablando con ángeles, arcángeles y demás divinos moradores de la Corte Celestial. Más tarde se encerró en los servicios del hospital a donde la trasladamos y tuvieron que ser los bomberos quienes la sacaran de allí. A todos los bomberos empezó a llamarles Javier y quería hacer el amor con ellos. Más de una debió de pensar que era una pena que hubiera tantas personas mirando la escena porque, si no, sí que esa mujer, por muy loca que estuviera, merecía un par de meneítos. Yo seguía aburriéndome terriblemente entre medias de tanta anormalidad, no era capaz de hacer otra cosa que continuar mirando, bobamente, la grotesca escena que se desarrollaba ante mis ojos. Sabía que era mi mujer; pero era como si presintiera que nunca volvería a ser ya mi compañera, o como si nunca lo hubiera sido. Se convirtió, de repente, en una extraña con quien había compartido por un tiempo mi aburrimiento.

Esa noche dormí incomodísimo en mi cama de matrimonio. Y pensé que, realmente, eso debía de ser todo lo que quedaba de mi matrimonio: una cama para mí solo. Porque mi hijo ya había sido raptado por los padres, tíos y hermanos de mí, hasta entonces, esposa. También estuvieron a punto de colaborar en el rapto mis cuñados, pero en el último momento perdieron su vuelo de Zürich y tuvieron que contentarse con insultarme y desearme lo peor del mundo por teléfono. No hay nada mejor como que una esposa se vuelva loca, de repente, sin previo aviso, para que toda la familia de la infortunada se eche encima del marido, sin duda considerándole el principal responsable de dicha situación. No llegaban a comprender que todo era nada más que producto de ese aburrimiento que tan bien habíamos sabido compartir ambos, hasta que, claro, a Blanca le dio por comenzar a hablar con el mismísimo Dios y a intentar clavarme un enorme cuchillo de cocina en la espalda. Tuve el tiempo justo de cerrar, a la carrera, la puerta, después se escuchó el seco golpe de la hoja de metal al clavarse en la madera. Cuestión de décimas de segundo, pensé. ¿Por qué quería clavarme ese cuchillo si me quería tanto y llamaba Javier a todos los bomberos, y después al celador, restregando su lujurioso cuerpo contra el de ellos, creyendo que era yo, y sólo yo, el destinatario de tan enormes achuchones? Ciertamente, en esos momentos, existía algo en su mirada que la hacia muy sensual, resultaba casi una sensualidad animal la que brotaba de aquellos ojos. También a mí llegó a excitarme y pensé que era una lástima que nunca más fuera a ser mi mujer. Pero en este punto, igualmente, me equivoqué. Volvió a ser mi mujer, primero en la habitación del hospital y, después, en la semana en la que intentamos proseguir nuestra vida normal, de aburrimiento en común.

Lo del hospital no fue, por mi parte, intencionado, ni premeditado. Fue más bien una violación por parte de Blanca. Mandó a su compañera de habitación –una inofensiva depresiva- a dar una vuelta de no menos de treinta minutos por los pasillos de aquel manicomio.

-Y ni se te ocurra volver antes.- Le soltó a bocajarro.

La abatida depresiva salió a recorrer esos interminables pasillos kafkaianos; y seguro que no iba a intentar volver en toda la tarde, lo vi dibujado en su cara. Blanca cerró la puerta, abalanzándose sobre mí, me abrió los botones de la bragueta de un fuerte tirón y ahí yo empecé a perder también la cabeza, aunque en un primer momento intenté resistirme con todas mis fuerzas; pero imposible, su lujuriosa mirada y sus certeros lametazos en mi otra cabeza fueron más que suficientes razones para asumir el riesgo de que nos pudieran pillar “in fraganti”. Nunca antes había follado en un hospital. Me sorprendió comprobar que pudiera llegar a resultar tan excitante como resultó ser. No, no era aburrido. Así que volvimos a repetir y la depresiva siguió sin aparecer en toda la tarde; continuaba paseando por los fríos pasillos de su depresión, mientras que Blanca seguía creciendo en sensualidad. Aunque he de confesar que, claro, noté que no estaba haciendo el amor con Blanca. Era otra persona diferente la que estaba tocándome de todas las maneras y posturas imaginables, quien no paraba de gemir y de pronunciar obscenidades que nunca antes había oído salir de su boca. No, esa no era Blanca, esa Blanca con quien me aburría tanto. Esa fiera no podía ser mi mujer, de padres tan católicos y de tan buenas costumbres y educada en colegios de tantísimo dinero y hábitos negros y cofias tan blancas como el mismísimo Espíritu Santo y las almas de esas hermanitas del Sagrado Corazón de Jesús. Más bien ahora me parecía un animalillo en celo, en un celo interminable y cada vez más insistente. Hasta su olor había cambiado, olía más intensamente, sus fluidos se habían tornado más salvajes. Tendría que cambiar de nombre, ya no le quedaba bien eso de llamarse Blanca.

Todas las tardes que fui a visitarla la pobre depresiva tenía que salir a dar sus vueltas por aquellos pasillos. Ya no hacia falta ni decírselo, ella misma, cuando me veía entrar, decía que se iba a pasear entre esos azulejos de sus tristezas.

Así fueron trascurriendo los días, hasta que una tarde el doctor decidió que Blanca podía salir de allí e intentar proseguir su recuperación en casa, eso sí, manteniendo la fuerte medicación que la estaban administrando. Blanca recogió sus pocas pertenencias de la habitación y salimos al pasillo para tratar de localizar a nuestra ambulante depresiva, la cual ya había adquirido la costumbre de sus paseos diarios, sin falta de la intervención de Blanca. Cuando dimos con ella se despidió de nosotros sin detenerse, recorriendo su pasillo arriba y su pasillo abajo. Prometimos, con lágrimas en los ojos, que iríamos a visitarla y que ya no haría falta que saliera a ningún pasillo de azulejos nunca más, si no quería. Siguió alejándose de nosotros lentamente, sin volver en ningún momento la cabeza hacia donde estábamos y quizá sin querer oír esas palabras que la estábamos diciendo de pura compasión. Sentí pena de ella, de sus lentos pasos, de todo lo que pudiera llevar encima y que la había conducido hasta allí.

Esa misma noche nos instalamos en nuestra casa, con toda la familia de Blanca esperándonos y en disposición de no volvernos a dejar solos jamás. Su madre estuvo a punto de acostarse junto a nosotros en nuestra cama de matrimonio, y si no cabíamos allí los tres era mejor que yo durmiera donde fuera, o mejor aún, en la calle y a ser posible en otra ciudad, donde ni ella, ni su marido, ni sus hijas volvieran a verme nunca más. Era su mirada, puro odio condensado, lo que me hacia suponer tales preferencias. Afortunadamente Blanca, en un ataque de lucidez, echó a su madre de la habitación y no tuve que asesinar a nadie aquella noche, aunque ganas no me faltaron.

Esa noche, la buena de la suegra, rezó todos los rosarios posibles para que yo desapareciera del mundo, sin dejar el más mínimo rastro de mi presencia. Oía el bisbiseo de su estúpida y ronca voz proveniente de la habitación contigua a la nuestra, oración tras oración. Podía imaginar fácilmente su repugnante cara, con esa expresión tan sádica que brotaba siempre de su rostro al pensar en mí. Más que a Dios estaría rezando al diablo. Mi querida suegra, a quien, según Blanca, nunca había sabido apreciar lo suficiente, en toda la verdadera dimensión de su buen corazón, lleno de caridad cristiana y de cursillos de catecumenado. Pienso que fue Blanca, precisamente, la que nunca comprendió la verdadera dimensión “humana” de su querida madre, el profundo odio que albergaba hacia mí y hacia la mayoría de sus semejantes. Todo ese odio por que yo era un ser que se aburría y terminaba rompiendo todas esas “guarras” historias que estaba escribiendo; pero a la cuáles ella nunca pudo echar el ojo, a pesar de sus numerosos intentos.

Afortunadamente ya he olvidado casi por completo cual era el nombre de mi suegra. El de mi suegro no, claro, siendo el nombre más corto del mundo: “NICASIO”- ni-casi-o- En verdad el chiste nunca me divirtió, ni siquiera la primera vez que Blanca me lo contó. En ese momento debí de intuir que nos íbamos a aburrir tan monótonamente los siguientes seis años; pero cuando uno acaba de enamorarse como un gilipollas no se intuye nada. Cupido me cubrió los ojos con una venda doble, me secó el seso para que no pudiera sospechar nada de nada, para que no saliera corriendo cuando Blanca me presentó a su familia, plagada de una rara mezcla de paranoicos, esquizoides y lunáticos, en línea directa con Santos, Arcángeles y hasta con el mismísimo Dios. Una familia con una tía monja que tuvo que dejar el convento por demasiada “espiritualidad”, según testimonio de la madre superiora, otra tía monja que no paraba de hacer rosquillas en su celda de un convento de Segovia; y todos ellos tocados por ese sospechoso halo de misticismo espiritual, sublimado al máximo. La mesa, antes de cada comida era bendecida, al menos, diecisiete veces –una vez por cada miembro de la familia-. Cuando terminaban yo ya había finalizado el primer plato y estaba echando la ceniza del cigarrillo sobre los restos del plato. Ni a mi suegra, ni a nadie de esa familia, los gustaba que yo no respetara sus costumbres. Me decían que no creía en Dios ni en la honorabilísima santidad de esa familia. No tenían un pelo de tontos, desde luego. Por otro lado, nunca les dije si eso era verdad o mentira. No hacia falta que se lo dijera, no tenían un pelo de tontos.

Y mi hijo tampoco tenía un pelo de tonto. Y cuando vino a darnos las buenas noches antes de irse a acostar, notó que esa mujer que tenía delante de él y que estaba al lado de su papá no era la mamá que él recordaba; no miraba igual, ni hablaba como antes, ni actuaba como antes de salir de viaje, a un país que estaba muy lejos por lo que pudiera tardar en salir del hospital. César, mi hijo, al verla, vino hasta mí y empezó a llorar porque él también se dio cuenta de que eso no iba a durar mucho y que su mamá jamás iba a regresar ya de ese estúpido viaje, y que su papá acabaría por dar trescientas vueltas al mundo, de tan largo que sería su viaje. Esa noche Blanca tuvo que violarme y todas las demás noches que permanecí en esa casa; que hasta entonces había sido mi casa, para pasar por arte de magia a ser la casa de la familia de Blanca. El asalto había sido tan rápido y bien organizado como el secuestro de César. Una acción rápida y contundente. Y esta vez mis cuñados no perdieron el vuelo de Zürich y también se instalaron en mi casa, con perro incluido. Ese maldito chucho nazi no paraba de gruñirme, nada más verme u olerme. Era un puro gruñido hacia mí durante todo el día. Claro, a los demás miembros de la familia, lametazos y meneítos de cola. Me encontraba en tal estado que ya no quería ni escribir historias. No tenía ni un momento de paz, entre toda esa recua de invasores, para aburrirme un solo instante. Estaba demasiado ocupado tratando de despistar al gruñido nazi, que se había convertido en mi propia sombra y que no me dejaba ni a sol ni a sombra o estaba tratando de repeler los continuos ataques verbales que tenía que soportar de aquel “Concejo de Santos”, que hacia de todo menos cuidar a su hija, hermana, cuñada o sobrina; pero que bien disfrutaban de mi jardín y de mi piscina. Su coartada era que venían a ayudar, a controlar que su hija se tomara la medicación. Y allí, lo cierto, que el único que se ocupaba de Blanca era yo; a mí era al único que engañaba cuando, una vez que me había ido, escupía la medicación.

A la séptima noche, tras una carcajada de treinta minutos, Blanca volvió a tener línea directa con todas las divinidades habidas y por haber; y después de un rato de absurdo monólogo con ellas, decidió que yo también era divino –se lo habían revelado ellos- y que debíamos tener otro Niño Jesús; pero este sí, sin divina concepción, más bien con toda la carnalidad posible. Cuando se echó sobre mí, con esa risa histérica que le había vuelto, con esa mirada desorbitada, ya mucho más que pura sensualidad, no pude reprimir ese tremendo bofetón que resonó en toda la casa. La normalidad volvió a Blanca, pero no al resto de los “bárbaros” de la casa. La puerta del dormitorio se abrió de par en par, y descubrí en el marco de la puerta todas las cabezas de la familia, tratando de aniquilarme con la mirada. Fue entonces cuando Blanca abrió la boca para decirles:

- Me ha pegado.

Esas tres palabras bastaron para que las miradas se convirtieran en acciones y que sus puños y pies volaran sobre mí. Tuve que refugiarme en el baño. Blanca se fue a pasar la noche a la habitación donde dormía una de sus hermanas y yo, tras atrancar la puerta, me quedé en el dormitorio preparando la maleta. Esa misma noche emprendí la primera de mis trescientas sesenta y cinco vueltas al mundo.

El juez, en el divorcio, decidió que era mucho mejor para el desarrollo de mi hijo que este permaneciera bajo custodia de la madre, aunque esta fuera maniaco-depresiva y alucinara cantidades industriales, antes que bajo la custodia de su padre, una persona que escribía unos libros tan “guarros” y que se aburría tanto. Tal vez sólo fuera pura casualidad que el juez resultara ser un viejo compañero de facultad de mi querido suegro, ni casi o, y que pertenecieran a la misma parroquia y al mismo grupo de catecumenado. Pero de todo eso me enteré mucho más tarde, cuando había vuelto a mi habitual estado de aburrimiento y ya todo me daba lo mismo.

Después nos volvimos a ver una vez más, Blanca y yo. Fue cuando tuvimos que ratificar el divorcio. Me dijo que había encontrado a un musulmán con el que sí podía hablar de Dios y hasta con Dios, y que iban a tener a ese Niño Jesús, que tanta falta hacia al mundo y por el que yo la había pegado tan tremendo bofetón. Firmé y desaparecí, para seguir con eso de mis trescientas sesenta y cinco vueltas al mundo que, a ese paso, iban a acabar por ser cuatrocientas o quinientas; pero eso sí, sin pasar por Arabia Saudí, que al parecer era donde Blanca se iba a instalar con su musulmán lleno de petrodólares. Por qué como según me dijo, todos los dioses eran en el fondo el mismo, el único. No importaba que se llamara Alá, Yahvé, Krishna… Todos eran el mismo…

13 comentarios:

Anónimo dijo...

Es curioso como ciega el amor, que nos hace pasar por alto los defectos que después nos van a martirizar. Aunque a lo mejor es que cuando uno ama, da lo mejor de si mismo, y cuando se pasa la fiebra, dejamos salir todo lo peor...

De todas formas, ante estos casos, es mejor separarse, porque cuando ya falta el respeto, nunca vuelve a ser lo mismo.

Es mejor estar solo en esa cama, Capitán.

Un beso.

Eilen dijo...

¡Qué cantidad de cosas que me han gustado! Una relación tormentosa, una familia fanática religiosa, una enfermedad mental, un niño víctima de la situación, un poema de amor que no se sabe si volará eternamente, será atropellado o llegará al corazón de alguien ¡Una combinación perfecta!

Saludos.

Anónimo dijo...

Me ha gustado mucho, muy bien contado,se lee super bien, entra muy ligero y como si nada y pin pan pun takata. Menuda historia!!!
Aunque como casí siempre habrá casos así en la realidad que superen la ficción :)

Anónimo dijo...

joder.
Perdona por la expresión. Esta noche tengo una persona al lado en la cama de matrimonio. Nos queremos. Lo sé.
Estremecedor.
joder.

Javier Luján dijo...

Sakkarah: Sí, el amor nos pone una venda en los ojos, generalmente.
Eilen: eso de que el poema llegara al corazón de alguién no se me había ocurrido, más bien lo veía aplastado por unos sucios neumáticos. Pero bueno, al menos lo había escrito.
Otraloca:más o menos es la realité.
Vailima: esconde los cuchillos, joder.
Muchas gracias a todos por vuestros comentarios.

Anónimo dijo...

Tardé, pero ya estoy aqui, de momento ya te enlacé desde el escondite en WEBS AMIGAS...y mañana me empacharé un ratito con tus letras.

Ababol dijo...

El aburrimiento es una de las sensaciones que me resultan más ajenas, y, sin duda, la que más me desconcierta cuando la aprecio en la persona que está conmigo. Me hace sentir muy incómoda. Y los delirios religiosos ya ni te cuento lo lejos que me pillan...
Tal vez por eso, porque esta historia me resulta tan lejana de mi forma de sentir y de vivir, me ha gustado tanto. O tal vez ha sido por tu forma de contarla.

Un beso

Damián Carrillo dijo...

Una victima del tedio y la sin razon. Utilizas la extension del relato para transmitirlos.
Buen uso del sarcasmo.
Saludos.

Anónimo dijo...

que buen relato capitan! pura punkitud!!! nos vemos el finde!

~Ocean Soul~ dijo...

Realmente me he sentido un poco patetica escribiendo mis problemas y quejandome como una cria al ver que tú, Capitán, los tienes mayores.

Es una pena que no se pueda luchar contra las enfermedades psiquicas y que se pierda un amor por ello. Pero lo mejor fue el divorcio bajo mi punto de vista. Cuando no hay respeto (aunque sea por enfermedad) lo mejor es terminar con la historia.

Agradezco que te hayas pasado por mi Oceano y dejaras un comentario.

~~Besos Oceanicos~~

Anónimo dijo...

Una historia con todos los ingredientes para ser una película truculenta, si no fuera la "tuya".
La realidad supera la ficción con creces.
En mi opinión cuando la religión está tan presente en una familia, termina siendo fanatismo puro...
En cuanto al psiquiátrico, lamentablemente me toca cerca y es pavoroso.
Un saludo, Capitán

Anónimo dijo...

No me ha parecido nada aburrido leerte a pesar del poso de tristeza y/o amargura agazapado entre el sarcasmo...Que se le va a hacer la vida es asi de agridulce.
Gracias por pasar por mi rincón.
Saludos

Toy folloso dijo...

Entristecido y aplaudiendo. Así he terminado de leer este post. No sé si debo, pero te lo comento.
Me hace recordar una historia parecida que sucedió mil kilómetros más arriba:
Tiene todo, cuerpo de atleta, pelo ensortijado, ojos magnéticos; vaya, lo que intuyo un hombre hermoso, y no debo andar muy descaminado cuando veo que en una reunión aparece él y dejamos de existir el resto de masculinos. Es un hombre para todas, y un dia el egoísmo le tendió una trampa y quiso ser de una sola. Ella dejó que los celos le comieran la razón; sabía que fuera, él desplegaría su sonrisa y ....
Y al final ya no aparecía por casa.
Aburrimiento puede valer, pero echo en falta un sinónimo más descriptivo, no sé.
Autotirón de orejas por cogerte un trozo tan grande de parcela.