26 mayo 2007

Junto al malecón

Dejar la mente en blanco y comenzar a escribir en un trozo de arena bajo un cielo azul. Gritos de niños a lo lejos, de gaviotas que sobrevuelan la costa, los acantilados que me rodean. Todo esto llega hasta mí, sentado y escribiendo, tratando de descubrir lo que anida dentro de este alma que ni siquiera es tan solitaria como la imagen de ese hombre paseando por una lluviosa tarde de Lisboa, que fotografié y decidí que fuera mi última imagen profesional. Él y una paloma, el suelo mojado por la lluvia y más allá el Tajo, el puente 25 de abril y yo mismo, fuera de imagen, fotografiando ese instante, que ahora, diez años después, vuelve hasta mí, en blanco y negro. Ese hombre, de hombros caídos e ilusiones rotas que, melancólico, recorre el espacio de su propia soledad, sin apenas proyectar ninguna sombra, como si quisiera desaparecer antes de llegar al borde del malecón, junto a esas grises aguas de turbio fluir. Hombros caídos y cabeza inclinada, apoyada sobre su pecho, mirando un suelo que le hace pensar que todo queda tan lejos en el tiempo… que ni siquiera merece la pena llegar.

Esa misma imagen que pinté en un cuadro, volviéndome a llenar de soledad, entre gente conocida, entre amigos y que fue acercándome, poco a poco, hacia mí mismo, en ese duro trayecto que discurre por los propios fantasmas del pasado y del presente; espectros encallados en lo más profundo del ser.

¿Seré alguna vez fotografiado en idéntica pose?

18 mayo 2007

Pesadilla en Elm Street

Nada más llegar a su casa se quitó la americana, se aflojó la corbata y cogiendo la botella de whiskie se dejó caer sobre el sillón donde solía sentarse a leer hasta bien entrada la noche. Permaneció así por espacio de cinco horas, siendo incapaz de apartarla de su mente, sintiendo esa opresora necesidad de estar junto a ella viendo la Luna cambiar de posición sobre el cielo de la ciudad. Le hubiera gustado conversar con ella esa noche, uno frente al otro, y decirla que la quería, con esa Luna anaranjada de fondo y con esa música que salía de los rincones de la sala; pero lo único que le acompañaba esa noche era una fría copa en su mano, medio vacía ya y que tampoco le proporcionó ese estado de paz interior que llevaba todo el día anhelando tan intensamente.

Se levanto del sillón. Notó sus piernas bamboleantes, como incapaces de mantener erguido el cuerpo al que pertenecían. Apretó el botón del mando a distancia, tumbándose en el sofá y cambió esa Luna por Pesadilla en Elm Street, para acompañar a su propio terror. Poco después sintió ganas de desmayarse y de no volver nunca más en sí, o al menos que el dolor se convirtiera en vacío, en un insustancial vacío desde el que no mereciera la pena volver a esa sombría sala donde faltaba ella.

14 mayo 2007

La iluminación

Terminé el libro y me asomé a la oscuridad del jardín desde la puerta de mi dormitorio. El aire silbaba entre las hojas de las palmeras como pequeños lamentos provenientes de la noche, como seres que emergían de las sombras desde sus infiernos particulares. En contra, yo me encontraba calmado, con esa fría indiferencia que nace de haber tocado fondo, de comprobar que la vida ya no puede ir a peor. Encendí un cigarrillo sin dejar de pensar en lo gilipollas que podía llegar a ser. Una sonrisa nació, entonces, de mis labios y una rosa se abrió en mi pecho. Me había iluminado.

10 mayo 2007

Sueños vacíos

La amaba y ya le pesaba su ausencia, esa pérdida que sin duda sucedería, sintiendo por adelantado el dolor debajo de la piel, el frío interior que congela la sangre cuando uno se siente abandonado y no acepta ese cruce de destinos convertido en cenizas, en una puerta que se cierra para siempre, en un rostro querido que nunca más se volverá a ver. Presagiaba los desvaríos, la tristeza que se alojaría en él, un hombre que creía en una eternidad que le negaba una y otra vez, en esa confusa unidad del amor que nunca se cumple sino en sueños.

05 mayo 2007

Soy otro.

Una copa de cava para acompañar la decadencia de estas horas de espera, de ausencia, donde el reloj más que marcar las horas perfora mis nervios. Horas de Jazz, de Tom Waits horadando mis oídos con su ronca voz, cargada de bourbon y nicotina, reflejando tan exactamente todos esos sueños muertos, el lamento de unas frases que se esparcen entre el silencio y los latidos de mi corazón, buscando una inocencia que no existe en parte alguna, ni siquiera en mi alma. Quizá, por esto, en este crepúsculo me convierto en otro, dejo atrás mi pudor y desnudo, frente al viejo espejo, observo como las lágrimas recorren mi cara, mudo, sin emitir sonido alguno que justifique este cauce de sentimientos ahogados durante tan profundo espacio de tiempo. Soy otro, otro.

03 mayo 2007

No más arrebatos

No había nada especial en aquella mañana. Comprendí de golpe que nunca más existirían mañanas especiales, ni tampoco tardes, ni noches. Ya no creía en nada, no creía ni en mí. Nada me importaba ya, ni siquiera el no creer. Todas mis ilusiones sin hundían en un abismo sin final, sin fondo. No existía, incluso, la ilusión de que no existieran más ilusiones. Todo me daba lo mismo: vivir, morir... En una palabra: alcanzaba el grado de inanidad supremo, ese grado que me permitía quitarme de encima esa pesada capa que hasta ese momento había imaginado como mi yo. No me sentí ni mejor ni peor. Una profunda indiferencia me impedía analizar mi estado interior. Deduje que lo esencial consistía en seguir respirando hasta que, fortuitamente, dejara de hacerlo. Aparte de eso, todo me sobraba. No quería más fundamentos, más sueños a los que asirme. Con todo lo que había experimentado hasta entonces tenía bastante como para sentirme lo suficientemente desengañado de toda fe, de toda idea, de toda acción que llevara adosada a sus espaldas un fin determinado o indeterminado. No más arrebatos.